Blindar las reformas constitucionales bajo el pretexto de "mejorar el sistema democrático" es una señal alarmante de un poder que busca inmunizarse de cualquier cuestionamiento. Esta reforma aprobada en el Senado, que elimina la posibilidad de impugnar cambios a la Constitución, no solo es un ataque a la división de poderes, sino que también mina la esencia de un Estado de derecho, dado que, ahora, ningún ciudadano podrá defenderse de cualquier atropello del gobierno de MORENA y sus abusos de poder; en estas circunstancias, cualquier ciudadano que gane un amparo se enfrentará a la posibilidad de que la autoridad no esté obligada a cumplirlo. Un retroceso de 30 años.
Además, el oficialismo olvida al 46% de la población de no votó por ellos en las urnas. En una democracia, ningún poder, por amplio que sea su respaldo, debería tener la capacidad de actuar sin controles ni contrapesos, y eso es precisamente lo que se pretende instaurar aquí: un poder absoluto que no responde ni rinde cuentas a la ciudadanía.
La justificación del oficialismo de que esta medida “optimiza” el sistema y respeta las mayorías es, francamente, cínica. Lejos de reforzar la democracia, esta medida pretende acallar cualquier voz crítica y consolidar un régimen en el que la voluntad de unos cuantos prevalezca sin oposición. Resulta inquietante que en pleno siglo XXI, con tantas lecciones históricas sobre los peligros de los poderes incontrolados, el Congreso apruebe una reforma que prácticamente sitúa a los legisladores y al Ejecutivo por encima de la ley. El argumento de que esto es "un acto de respeto al Congreso" no tiene asidero; más bien, es un intento flagrante de proteger decisiones que pueden ser arbitrarias o injustas, sin el riesgo de revisión judicial.
Es inadmisible que el Poder Judicial, la última línea de defensa contra los abusos de poder, pierda la capacidad de intervenir. Este cambio coloca al país en una peligrosa pendiente que se aleja del Estado de derecho y se acerca a un modelo autoritario. Si una reforma constitucional, por más dañina o cuestionable que sea, no puede ser revisada, entonces ¿qué opciones le quedan a la ciudadanía para defenderse de políticas injustas? La respuesta, tristemente, es ninguna. Esta reforma le arrebata a la ciudadanía su derecho de recurrir a la justicia, y deja en manos de una sola facción la capacidad de dictar el rumbo del país, sin ninguna posibilidad de cuestionar decisiones que afecten los derechos de la gente.
En nombre de la "estabilidad" y de una supuesta eficiencia, el gobierno ha decidido eliminar el principio básico de cualquier democracia: la rendición de cuentas. Con el blindaje a las reformas, el mensaje es claro: la voluntad de la mayoría en el Congreso está por encima de cualquier preocupación ciudadana o de derechos humanos. Y esto es peligroso, porque precisamente la función del Poder Judicial es velar por que el respeto a los derechos no dependa de la voluntad del gobernante en turno, sino de la ley. Es así como se defienden las democracias maduras; se permiten las revisiones y se acepta la posibilidad de la autocrítica. La reforma aprobada en el Senado cancela esta posibilidad.
México no necesita un Congreso que actúe como caja de resonancia del Ejecutivo, sino un poder legislativo comprometido con el bienestar y los derechos de todos los ciudadanos. Esta medida no solo afecta a la oposición política, como algunos quieren hacer ver, sino a cada ciudadano que depende de un sistema donde los poderes se controlen entre sí y se obliguen a actuar dentro de la legalidad. La inimpugnabilidad de las reformas constitucionales es un retroceso, una invitación a legislar sin responsabilidad y un riesgo de que cualquier cambio constitucional sea intocable, sin importar las consecuencias que pueda tener para el país y su gente.
El camino que marca esta reforma no es el de una democracia fuerte, sino el de un poder que se aleja de los principios básicos de justicia y equidad. México merece más: merece un sistema que no tema la crítica, que acepte sus errores y que, por encima de todo, respete el derecho de sus ciudadanos a cuestionar las decisiones que afectan su futuro.
Blindar las reformas constitucionales bajo el pretexto de "mejorar el sistema democrático" es una señal alarmante de un poder que busca inmunizarse de cualquier cuestionamiento. Esta reforma aprobada en el Senado, que elimina la posibilidad de impugnar cambios a la Constitución, no solo es un ataque a la división de poderes, sino que también mina la esencia de un Estado de derecho, dado que, ahora, ningún ciudadano podrá defenderse de cualquier atropello del gobierno de MORENA y sus abusos de poder; en estas circunstancias, cualquier ciudadano que gane un amparo se enfrentará a la posibilidad de que la autoridad no esté obligada a cumplirlo. Un retroceso de 30 años.
Además, el oficialismo olvida al 46% de la población de no votó por ellos en las urnas. En una democracia, ningún poder, por amplio que sea su respaldo, debería tener la capacidad de actuar sin controles ni contrapesos, y eso es precisamente lo que se pretende instaurar aquí: un poder absoluto que no responde ni rinde cuentas a la ciudadanía.
La justificación del oficialismo de que esta medida “optimiza” el sistema y respeta las mayorías es, francamente, cínica. Lejos de reforzar la democracia, esta medida pretende acallar cualquier voz crítica y consolidar un régimen en el que la voluntad de unos cuantos prevalezca sin oposición. Resulta inquietante que en pleno siglo XXI, con tantas lecciones históricas sobre los peligros de los poderes incontrolados, el Congreso apruebe una reforma que prácticamente sitúa a los legisladores y al Ejecutivo por encima de la ley. El argumento de que esto es "un acto de respeto al Congreso" no tiene asidero; más bien, es un intento flagrante de proteger decisiones que pueden ser arbitrarias o injustas, sin el riesgo de revisión judicial.
Es inadmisible que el Poder Judicial, la última línea de defensa contra los abusos de poder, pierda la capacidad de intervenir. Este cambio coloca al país en una peligrosa pendiente que se aleja del Estado de derecho y se acerca a un modelo autoritario. Si una reforma constitucional, por más dañina o cuestionable que sea, no puede ser revisada, entonces ¿qué opciones le quedan a la ciudadanía para defenderse de políticas injustas? La respuesta, tristemente, es ninguna. Esta reforma le arrebata a la ciudadanía su derecho de recurrir a la justicia, y deja en manos de una sola facción la capacidad de dictar el rumbo del país, sin ninguna posibilidad de cuestionar decisiones que afecten los derechos de la gente.
En nombre de la "estabilidad" y de una supuesta eficiencia, el gobierno ha decidido eliminar el principio básico de cualquier democracia: la rendición de cuentas. Con el blindaje a las reformas, el mensaje es claro: la voluntad de la mayoría en el Congreso está por encima de cualquier preocupación ciudadana o de derechos humanos. Y esto es peligroso, porque precisamente la función del Poder Judicial es velar por que el respeto a los derechos no dependa de la voluntad del gobernante en turno, sino de la ley. Es así como se defienden las democracias maduras; se permiten las revisiones y se acepta la posibilidad de la autocrítica. La reforma aprobada en el Senado cancela esta posibilidad.
México no necesita un Congreso que actúe como caja de resonancia del Ejecutivo, sino un poder legislativo comprometido con el bienestar y los derechos de todos los ciudadanos. Esta medida no solo afecta a la oposición política, como algunos quieren hacer ver, sino a cada ciudadano que depende de un sistema donde los poderes se controlen entre sí y se obliguen a actuar dentro de la legalidad. La inimpugnabilidad de las reformas constitucionales es un retroceso, una invitación a legislar sin responsabilidad y un riesgo de que cualquier cambio constitucional sea intocable, sin importar las consecuencias que pueda tener para el país y su gente.
El camino que marca esta reforma no es el de una democracia fuerte, sino el de un poder que se aleja de los principios básicos de justicia y equidad. México merece más: merece un sistema que no tema la crítica, que acepte sus errores y que, por encima de todo, respete el derecho de sus ciudadanos a cuestionar las decisiones que afectan su futuro.